Hoy voy a escribir sobre mi madre. Se llama Rosa, tiene noventa años y vive en su casa con una hacendosa filipina que la cuida con cariño de día y de noche. Mi madre no está para muchos trotes, pero gracias a Dios, todavía está bastante bien, aunque peor de lo que ella y yo quisiéramos.
Va tirando a su manera, sale de compras, va al médico y su afición favorita es mandar WhatsApp y como le des el número de tu móvil te puedes arrepentir. Conserva el apetito, la memoria y el carácter. Aunque en los últimos años haya perdido un poco otras funciones como la movilidad o el habla.
Cuento esto, porque cuando empezó la pandemia y comenzaron a dar datos de los muertos y los contagios, pensé que nos quedaba abuela para cuatro días. Todo indicaba que este virus había llegado para llevarse a los más ancianos del planeta. Pues no, mira por donde mi madre, la abuela de mis hijos y la bisabuela de mis nietos, sigue como una rosa disfrutando del día a día y de toda la familia. La compañía de sus nietos y bisnietos le cambian el semblante y le hace muy feliz. Juega con ellos y de tanto en cuanto, algún día, les da 5 euritos para que se compren alguna chuche.
A Rosa no le importa el COVID-19, a mi madre lo que le importa es nuestro cariño y nuestra presencia. Porque en el fondo sabe que no solo se la puede llevar el virus, sabe que a su edad, cualquier enfermedad se la llevará al cielo, a este cielo, que está segura, que su marido la estará esperando con los brazos abiertos.
Lo digo, porque han muerto muchos ancianos y cuando veo las noticias y dan el parte de bajas y dicen la cantidad de gente mayor que se muere, me entra una pena, penita muy grande. Y es entonces cuando pienso que a mi madre no le dedico el tiempo suficiente y que cualquier día nos puede dejar sin su presencia y esto sería una perdida irreparable.
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