viernes, 18 de octubre de 2013

EN LA BARRA DEL BAR (EN MEMORIA DE MI AMIGO ALEJANDRO)

        Allá, por los años 70, yo había dejado los estudios y quería dedicarme a dirigir los negocios familiares, aún cuando mi ilusión era jugar al fútbol. En verano yo trabajaba de encargado en el supermercado y también ayudaba a mi padre en lo que fuera menester; igual estaba de camarero en el bar del complejo turístico propiedad de la familia, que de recepcionista en los apartamentos.

 -Juanjo, vete a ver qué pasa con el chaval que está sentado en un taburete de la barra del bar -me dijo mi padre con cierto misterio-.

        Entré tranquilamente en el local y me senté tres taburetes más allá del joven, que aparentaba unos 20 años y bebía una cerveza. Pedí al camarero un botellín de agua.
No tardó ni 30 segundos en conectar conmigo el susodicho individuo.

 -Amigo, ¡que el agua cría ranas! -me dijo mirándome a los ojos y esbozando una simpática sonrisa-.
-Sí, también da vida y hace la vista más clara -contesté yo con tono sarcástico y no exento de humor-.

         Sonrió mientras pedía otra cerveza al camarero, me levanté y pasé tras la barra para servirle una birra. Le puse una bien grande para que tuviera para un buen rato. No creo que él llevara la cuenta de lo que había bebido aquella mañana, pero a juzgar por sus ojos, llevaba un buen rato sin parar de beber.

 -Te invito -le dije mientras dejaba la jarra de cerveza ante él-.
 -¡Gracias, amigo!, ¿qué haces tú detrás de la barra? -me preguntó extrañado-.

 -Nada, yo trabajo en el súper y de vez en cuando le echo un "cable" al compañero.

         Aquella mañana era especialmente tranquila, no había mucha clientela y aproveché para sentarme un rato sobre el botellero y seguir charlando con aquel personaje que, poco a poco, me iba intrigando. Empezamos a hablar de temas que a mí especialmente me interesaban.
        Él era muy listo y vio enseguida que había captado mi atención, sacando a relucir un tema que en aquella época a mí me cautivaba especialmente: la fotografía.
        Una semana antes yo me había comprado una cámara fotográfica, una Canon FTB con varios objetivos. Con toda seguridad, el equipo era mucho mejor que el fotógrafo y se podía decir que, como fotógrafo, yo eras más teórico que práctico.

        Alejandro, que así se llamaba él, era estudiante de arquitectura. Pintaba como los ángeles y bebía como un "cosaco", pero sobre todo era un gran conversador y, con el paso del tiempo, se convirtió en un excelente amigo. Uno de sus defectos, que también los tenía, aparte de la bebida, era que nunca tenía dinero. Pero muy listo él, reconocía a la primera de cambio su falta de liquidez y confiaba en que los amigos le invitaríamos. Lo hacía con mucha gracia y además sin ningún tipo de pudor.  

        Después de un sinfín de cervezas y cubalibres, bebidos a mi salud, nuestra amistad se fue consolidando y, durante muchos años, siguió intacta.

        Alejandro vivía en Madrid, pero varias veces cada verano yo le pagaba los billetes para desplazarse a Ibiza a pasar unos días de vacaciones en mi casa, y en invierno yo viajaba a la suya en Madrid para compartir amigos y tertulia.

        La fotografía fue uno de los hobbys que nos había unido. Muchos días nos juntábamos y, cámaras en ristre, nos perdíamos por la ciudad vieja de Ibiza, por algunos de sus pueblecitos o bien por las castizas calles madrileñas, disparando nuestras cámaras a diestro y siniestro. Durante estas excursiones Alejandro me explicaba, con gran paciencia y arte, sus trucos y su forma de entender la fotografía, y su filosofía ante la vida, mientras nos parábamos de vez en cuando en algún bar a tomar una caña, un botellín de agua o una coca-cola.

        La distancia y el tiempo se encargó de enfriar lo que parecía una amistad eterna. Unos veinte años después, Alejandro me llamó por teléfono para saber qué era de mi vida, llevándome una gran sorpresa y alegría. Le conté las novedades acaecidas: mis negocios, mi familia y, que además, seguía con alguna de aquellas inquietudes que por entonces compartimos.

        Él me contó que nunca terminó la carrera de arquitectura, que seguía bebiendo cervezas y cubatas, y que la vida no le había tratado bien, que había intentado montar algunos negocios sobre los temas que siempre le habían apasionado: una sala de exposición de pintura y fotografía, un taller de arte y cómics... pero todo se había ido al garete, y al final había terminado junto a su pareja regentando un bar en un pueblo de la Sierra y que además no andaba muy fino de salud ni de dinero.

 -Vente a Ibiza, amigo mío. Yo te mando el billete, vienes a mi casa y, acompañados de unas cervezas y unos cubatitas, hablamos del pasado, del presente y del futuro. Se lo ofrecí de todo corazón, con el deseo y la esperanza de que viniera lo antes posible, para compartir historias, como hacíamos antaño. Su voz sonaba triste y rota, algo no funcionaba, no estaba contento del trato que le había dado la vida. Tras varias horas de charlas, de risas y llanto, prometió que me contestaría lo antes posible.

        Dos años déspues, sonó el teléfono y una voz de mujer se identificó como María, la compañera de Alejandro. Me comunicó con tristeza que mi amigo había fallecido de una incurable enfermedad y que me llamaba porque entre los papeles de Alejandro había encontrado unas notas con asuntos pendientes de hacer, y en una de ellas se leía: "llamar al maese Juanjo". Ella, con todo el cariño del mundo, estaba cumpliendo el deseo como si se tratase de las últimas voluntades de mi amigo.

                                                 
 Oleo de Alejandro (1976)

       Voy a dedicar mi próxima colección de poemas MI VIEJO ÁLBUM DE FOTOS al maese Alejandro, por haberme enseñado a mirar la vida desde el color de mi peculiar cristal.

NO, TÚ Y YO NUNCA SEREMOS ROMEO Y JULIETA.

NO, TÚ Y YO NUNCA SEREMOS ROMEO Y JULIETA. Se moría la vida mía por acostarme a tu lado, aunque fuera un rato, un rato largo, claro. Solo pa...