Desde el bar de mi pueblo, sentado, se divisan los montes de pinos que rodean el valle cubierto de amapolas y margaritas blancas. Desde aquí y hasta donde alcanza la vista, veo a niños jugando con una pelota de trapo ensuciándose los zapatos de domingo. Y al cura a la puerta de la Iglesia saludando a los parroquianos con la mejor de sus sonrisas. Apuro mi trago acariciado por la brisa del campo y un sol de justicia, mientras pasa el mundo por mi lado. Cruza un coche, un carro, una bicicleta y una vieja moto. Rompe el perro a ladrar salvaguardando su parcela. Observo el camarero, relincha el caballo, grita un niño y el cura entra a dar la misa de las doce.
Sigo allí, mirando como pasa el mundo sin algarabías. El sol ilumina las casas pintadas de cal y los pájaros pian desde los árboles que les dan cobijo. Las sombras se deslizan cuál fantasma por el pueblo y las manecillas del reloj caminan sin prisa, pero sin pausa, mientras voy apurando mi trago. Los feligreses salen del templo, los niños se han marchado a sus hogares y los forasteros han desaparecido por encanto. Vuelve a pasar de vuelta el carro, la bicicleta y la moto vieja. Todos van de regreso a sus casas y yo sigo sentado con mi cerveza sobre la mesa, observando como pasa un nuevo y sencillo día de mi vida.
Colección: POEMAS DE TERRONES DE AZÚCAR BLANCO.