Vaya sueño el de aquella noche, que no salgo de mi asombro, te lo digo en serio, que todavía no me lo creó. Que iba yo montado sobre un burro con grandes alas blancas, volando de un lado al otro del cielo, como Pedro por su espacio. Me paró la policía celestial y me pidió los papeles del burro y me preguntó que a dónde me dirigía, yo me quedé mudo, me saqué de un bolsillo unos papeles con faltas de ortografía y me dijeron que continuara mi camino. Nada tenía sentido.
¿Y dónde iba yo ahora, si no tenía billete de ida y vuelta? Me encontré con un mendigo que mendigaba por cuatro monedas de hojalata y te informaba de cuál sería tu futuro inmediato. Me acuerdo de que giré a la derecha de un camino, que no salía en el mapa. A pocos metros, un letrero luminoso con flecha incluida, marcaba el camino hacia un castillo medieval de chocolate y gominolas. El burro rebuznó, plegó las alas y se negó a seguir volando. Me dijo que hasta aquí había llegado y se negaba a seguir volando por cuatro puñeteros reales. Que estaba cansado, y que me bajara del burro.
Un gran cisne negro, de cuello corto y largas patas, me ofreció su lomo a cambio de una bolsa de pipas peladas, que las saqué de las botas del gato. Corrió veloz a través de campos de trigo, alfalfa y de roja cebada. Cuanto más caminos y más revuelo, más corría el condenado cisne. Ordené que parara, que ya estaba harto de no ir a ninguna parte. Me tiró al vacío, con malas artes y caí dando tumbos, cuesta abajo y cuando estaba a pocos metros, de golpear mi cabeza contra un pedrusco de nata, me salieron unas hermosas alas de mariposa. Andaba yo espeso de entendimiento, con tanto follón. Yo solo quería volver a mi fría realidad diaria. Mi razón ya no daba para más ¡Hasta aquí habíamos llegado! Pensé, a punto de abrir los ojos.
¿Cómo puedo yo contaros para que me entendáis? Pues que en pleno sueño, apareció, envuelta en una aureola de fuego y plata, la más bella chica que jamás hubiera imaginado ni en el más dulce de los sueños. Y volví a cerrar los ojos con fuerza, paro no perderme el resto, que por un momento se estaba poniendo interesante. En mi corazón sonaban tambores y trompetas, mientras tanto, ella sonría, cada vez más cerca de mis labios. Llegué a pensar que me moriría si me besaba y cerré los ojos, con tanta fuerza, que ahora no recuerdo si me besó en aquel mismo instante, pero sí recuerdo que me dieron por muerto y difunto, tantos los ángeles
como los demonios.
A mi entierro asintieron todos los personajes del sueño y algunos más que se colaron por las rendijas. Menos ella, que no volvía a mi sueño. La invoqué en mi propio entierro y le rogué que volviera a rematar su trabajo. Y ella, volvió, la vi de reojo, vestida de rojo con pamela negra, rezando al cielo por mi alma. Los asistentes le rogaron a gritos, que me despidiera, como estaba escrito en los estatutos de los sueños eternos: Con un beso, un gran beso de sus pálidos y fríos labios. Y fue justo entonces, en el mismísimo momento del beso, cuando entre empujones, me echaron del sueño. Ahora, incrédulo, tampoco recuerdo, si existió beso alguno, durante tan extraño aquelarre.
Y aquí me tenéis, todas las noches, intentando entrar de nuevo en mi sueño, para volver a ver a la más bella de las damas, que con un solo beso te puede matar y con otro te devuelve a la vida.
Juanjo Cardona.
Colección: YO, POETA. TE ACEPTO COMO MUSA
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